57°54'35.4"N 27°43'15.2"E
La carretera con un trecho de quinientos metros
se desliza bajo un cielo
que ya no reconoce el paso del tiempo.
De una punta a la otra,
quinientos metros de Rusia
no la Rusia de los titulares,
ni de los embargos, ni de las banderas.
No.
La otra, la rebelde,
la jodida por el miedo.
Al cruzarla,
un eco ancestral se dispara.
No solo es por el miedo,
sino por algo mucho más primitivo,
un vértigo sin nombre,
lo amado y lo odiado,
lo perdido y lo que arde,
el recuerdo y la desesperación.
El que cruzó ese umbral,
y encontró su refugio en esas tierras,
sabe que nunca podrá regresar.
Esta guerra no le pertenece,
pero aún así,
la guerra lo sigue.
La belleza que lo cautivaba,
la rebeldía que adoraba,
ahora se pudren bajo el peso de los uniformes.
En esos fugaces quinientos metros,
donde el asfalto se vuelve un hilo tenso,
se abre un hueco en el tiempo,
un resquicio que aún late.
El hogar secreto, el que soñó,
respira allí
en ese espacio donde nada existe.
El cielo gris y pesado,
mira al frente,
quinientos metros de Rusia.
Siente algo que atraviesa el pecho
como una estaca de hielo.
Conduce.
Quinientos metros después,
se llega de nuevo a Estonia.