55°16'40.5"N 20°58'54.8"E
Estábamos de pie sobre una duna de arena que se deshacía bajo nuestros pies, blanda y pálida como la piel de un cuerpo. Desde allí, el lago se extendía con la calma de un espejo paciente —Vištytis, lo llaman—, y al otro lado de su superficie rielante comenzaba Rusia, o más precisamente, el óblast de Kaliningrado: un huérfano geopolítico, separado de su tierra madre y anclado en un mosaico de contradicciones bálticas.
La duna, en apariencia inmóvil, estaba en realidad siempre en movimiento. El viento dibujaba en ella grafías que se desvanecían con la siguiente ráfaga. Un terreno movedizo, tan inestable como las fronteras que dominaba desde su altura. Fue allí donde supe que el lago había sido, hasta hace poco, un dilema cartográfico: antes del tratado de 2003, incluso un nadador distraído podía cruzar, sin saberlo, a aguas rusas. La idea misma de soberanía, de Estado, resultaba absurda cuando la línea fronteriza se trazaba sobre aquello que por naturaleza no se deja contener.
La arena bajo nosotros estaba hecha de épocas trituradas: retiradas glaciales, pasos de comerciantes y soldados, mercancías de contrabando, el suspiro de tratados firmados a kilómetros de distancia. En 2015, se colocó cerca de allí el mojón fronterizo número 572, un objeto fijo destinado a domesticar un mundo sin fijaciones. Pero incluso ese mojón se hunde, lenta e inevitablemente, en la tierra.
A nuestras espaldas, el bosque. Delante, el lago. Y entre ambos, esta duna —que no era monumento, ni muro, sino apenas una elevación pasajera— nos recordaba que todas las fronteras están construidas sobre la impermanencia. Que el viento, indiferente, continúa esculpiendo el lugar donde la historia no termina de asentarse.